¿Qué hacer y cómo
hacerlo?
Por: Odoardo León-Ponte.
El petróleo hasta ahora no nos ha servido para nada productivo
en fin de cuentas. Estamos mucho peor que cuando se nos convirtió en una
realidad avasallante, porque han transcurrido cien años y en esos cien años no
hemos progresado más allá de nuestras narices y si consideramos la
potencialidad de desarrollo que hemos malbaratado, solo podremos concluir que”
hemos arado en el mar”. Y si le
agregamos a nuestra realidad el grado de corrupción (por lo inmensa que ha sido
la tentación y la tolerancia) en el manejo de la riqueza petrolera que se ha
insertado en nuestro modo de vida, tendremos que recapacitar sobre cómo
emprender el retorno para convertir ese “oro negro” que ya no tenemos en la
misma dimensión, en “oro amarillo”: en Desarrollo Humano; en convertirnos en un
país con verdadero futuro, para lo cual debemos descartar los enfoques que
hemos trajinado relativos al estatismo como una expresada conveniencia equivocada
para el progreso del país. Sumemos a esto que ya el petróleo está asomándose al
final de la ventana de excelencia que tuvo en el pasado y que nuestras
necesidades se han multiplicado vertiginosamente por la falta de mantenimiento
e inversión y el incremento de la población, a lo que hay que agregar la
necesidad de atender a las oportunidades del bono demográfico. Nuestras necesidades requieren una inmensa cantidad
de fondos de la cual no dispondremos para invertir en generación de energía
(eólica, térmica, hidráulica) y su distribución; infraestructura, servicios,
educación, salud preventiva y curativa, seguridad, producción agrícola y
pecuaria; producción, refinación y distribución de petróleo y gas, orientación
ética y moral de la población, de los funcionarios públicos y del sector
privado. Sin duda que es solo una muestra de la inmensa tarea que tenemos por
delante si deseamos convertirnos en un verdadero país.
La propiedad por parte del estado de los medios de
producción, distribución y venta de los productos y de los dólares se ha
comprobado a través de esos cien años que no han conducido ni conducirán al
progreso. Hemos estado aplicando medidas a destiempo y equivocadamente con un
criterio político defendido con referencias a la situación mundial del momento sin
que hayamos progresado. Todo lo contrario: hoy estamos más atrasados que nunca
en relación con aquellos a quienes usábamos como punto de comparación al estilo
del mal estudiante que defiende sus malas notas en base al número de raspados
en su clase. Nunca nos hemos comparado con los que verdaderamente nos han
aventajado y hoy son los líderes en el mundo. Y malos serán los resultados de
esa comparación con los de siempre si la hacemos hoy. Ellos han progresado y
nosotros hemos retrocedido. Nos queda la combatividad de nuestra gente que ha
confiado en forma pacífica pero pasiva en las promesas de mayor libertad y
democracia: en el progreso, que siempre se les ha prometido pero que ya comienzan
a dudar que estemos en capacidad de lograr.
Tenemos todos los espejos del mundo para mirarnos. El
espejo del petróleo, de la educación, de la salud, de la seguridad, del
militarismo, del engaño a la colectividad, de la falta de balance entre los
poderes públicos, de la impunidad, de la deshonestidad (rampante e incontenible
en su descubrimiento), de la indolencia, de la irresponsabilidad, de los tonos
de rojo, de la incapacidad: un panorama trágico que no podremos resolver con
nuestras promesas y acciones de siempre. La situación ha llegado a tal grado de
descomposición que necesitamos diseñar un nuevo país: no el de Chávez de la
constitución del ’99 diseñada a su
imagen y semejanza, sino la de un nuevo país que se enmarque dentro de
parámetros morales, éticos y políticos de progreso que permitan que nos
convirtamos en un país moderno con las bases y acciones correspondientes por
parte de sus dirigentes, que hagan posible esa realidad.
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